En la carta encíclica «Centesimus annus», San Juan Pablo II señala que una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana.
Plantea el agnosticismo y el relativismo escéptico como la filosofía y actitud fundamental de las políticas democráticas actuales, con la consecuencia de que la verdad es determinada por la mayoría.
Advierte que, si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las condiciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder, y que una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia.
Desde aquí es fácil entender por qué la cultura y la praxis del totalitarismo comportan además la negación de la Iglesia. El Estado, o bien el partido, que se erige por encima de todos los valores, no puede tolerar que se sostenga un "criterio objetivo del bien y del mal" por encima de la voluntad de los gobernantes y que, en determinadas circunstancias, puede servir para juzgar su comportamiento. Esto explica por qué el totalitarismo trata de destruir la Iglesia o, al menos, someterla, convirtiéndola en instrumento del propio aparato ideológico.


