En la carta encíclica «Centesimus annus», San Juan Pablo II señala que una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana. Plantea el agnosticismo y el relativismo escéptico como la filosofía y actitud fundamental de las políticas democráticas actuales, con la consecuencia de que la verdad es determinada por la mayoría. Advierte que, si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las condiciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder, y que una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia. Desde aquí es fácil entender por qué la cultura y la praxis del totalitarismo comportan además la negación de la Iglesia. El Estado, o bien el partido, que se erige por encima de todos los valores, no puede tolerar que se sostenga un "criterio objetivo del bien y del mal" por encima de la voluntad de los gobernantes y que, en determinadas circunstancias, puede servir para juzgar su comportamiento. Esto explica por qué el totalitarismo trata de destruir la Iglesia o, al menos, someterla, convirtiéndola en instrumento del propio aparato ideológico.
«Sabemos que todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios, de los que son llamados según su designio». Romanos 8, 28. image
"Hay que crear la figura delictiva de vivir de la política como delito de alta traición". Antonio Escohotado image
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